(Éste es algo de Expresión escrita sobre mi comuna)
Despierto un sábado por la mañana, abro las ventanas de mi pieza e inhalo profundamente el frío aire precordillerano que abunda en mi hogar. Me voy a la ducha y dejo que la torrentosa agua galope cual cascada sobre mi cabeza mientras reflexiono sobre el azar que es la vida ¿Quién iba a imaginar que “La Dehesa de Santiago del Nuevo Extremo” fundada en 1540 por Pedro de Valdivia sería más tarde mi hogar? ¿Habrá recostado él su cansada espalda en los pastos que hoy conforman mi patio? ¿Serán las tierras anteriormente compradas por Don Francisco de Paule de Barrenechea el porqué del nombre de la comuna? Muchas de estas incógnitas no las resolví, es más, en la mayoría no recibí respuesta alguna, pero si me hizo pensar en mi comuna y en la gente que en ella vive.
Me causa asombro pensar que vivo en la comuna más grande de Santiago, si bien no somos la con mayor cantidad de habitantes, nuestras fronteras coquetean alegremente con las lejanas pampas trasandinas. Tierra es también Lo Barnechea de singulares contrastes, basta cruzar “el puente nuevo” con la mirada, para encontrar casas de cartón y a sólo unos metros de estas frágiles estructuras, acomodadas casas que albergan brillantes convertibles. No menos extraño es mirar el espeso humo de las micros, cuando detrás de él se logra divisar un alegre “Huaso” volviendo del Cuasimodo.
Al volver a mi casa, me acuesto en las suaves sabanas blancas y vuelvo a pensar en donde vivo, un lugar como muchos, pero uno que alberga no sólo la historia de Pedro de Valdivia o de Vicente Dávila Larraín, sino también la de toda mi vida.
Me causa asombro pensar que vivo en la comuna más grande de Santiago, si bien no somos la con mayor cantidad de habitantes, nuestras fronteras coquetean alegremente con las lejanas pampas trasandinas. Tierra es también Lo Barnechea de singulares contrastes, basta cruzar “el puente nuevo” con la mirada, para encontrar casas de cartón y a sólo unos metros de estas frágiles estructuras, acomodadas casas que albergan brillantes convertibles. No menos extraño es mirar el espeso humo de las micros, cuando detrás de él se logra divisar un alegre “Huaso” volviendo del Cuasimodo.
Al volver a mi casa, me acuesto en las suaves sabanas blancas y vuelvo a pensar en donde vivo, un lugar como muchos, pero uno que alberga no sólo la historia de Pedro de Valdivia o de Vicente Dávila Larraín, sino también la de toda mi vida.
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